POR. BRENDA KARINA fAJARDO ACUÑA
GUIÓN LITERARIO
Narrador:
LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los
días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído,
dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado
bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tu releerás. Se solicita historiador
joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento
perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud,
conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo.
Cuatro mil pesos mensuales, comida y
recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta
que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero.
Dirección Donceles 815. Por fin llegas al domicilio Tocas en vano con esa manija, esa cabeza
de perro en cobre, gastada, La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y
antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro,
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese
callejón techado — patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las
plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano
una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa
voz aguda y cascada te advierte desde lejos:
Laura:
—No. . . no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el
frente y encontrará la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós
escalones. Cuéntelos. Ahí
Narrador:
Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo;
buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus
pies. Un tapete delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de
la nueva luz, grisáceo y filtrado, que ilumina ciertos contornos.
Felipe Montero: Señora —dices con una voz monótona,
porque crees recordar una voz de mujer— Señora. . .
Felipe
Montero. Leí su
anuncio.
Consuelo Llorente Si,
ya se. Perdón no hay asiento.
Felipe
Montero. Estoy bien.
No se preocupe.
Consuelo
Llorente Esta
bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veobien. Que le de la luz. Así.
Claro.
Felipe
Montero. Leí su
anuncio. . .
Consuelo
Llorente
Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado?, ¿dónde estudió
francés?
Felipe Montero. En Paris,
madame.
Consuelo Llorente Voy al grano.
No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por ello he preferido
violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el periódico.
Felipe Montero. Si,
por eso estoy aquí
Consuelo Llorente Sí.
Entonces acepta.
Felipe Montero. Bueno,
desearía saber algo más...
Consuelo Llorente Naturalmente.
Es usted curioso. Le ofrezco cuatro mil pesos.
Felipe Montero. Sí,
eso dice el aviso de hoy.
Consuelo Llorente Ah, entonces
ya salió.
Felipe Montero. Si, ya salió.
Consuelo Llorente Se trata de
los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que
muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
Felipe Montero. Y el propio
general, ¿no se encuentra capacitado para...?
Consuelo Llorente Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas.
Deben ser completadas. Antes de que yo muera
Felipe Montero. Pero...
Consuelo Llorente Yo le
informaré de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo. Le
bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por
esa transparencia, esa, esa. . .
Felipe Montero. Si,
comprendo.
Consuelo Llorente Saga. Saga.
¿Dónde está? aquí, Saga...
Felipe Montero. ¿Quién?
Consuelo Llorente Mi compañía.
Felipe Montero. ¿El conejo?
Consuelo Llorente Si, volverá.
Consuelo Llorente Entonces se
quedara usted. Su cuarto está arriba. Allí si entra la luz.
Felipe Montero Quizás,
señora, sería mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde
siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
Consuelo Llorente Mis
condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
Felipe Montero No sé...
Consuelo Llorente Aura...
Narrador:
La
señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al
extender otra vez su mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre
la mujer y tú se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a
un lado y la muchacha está allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo
entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún
ruido
Consuelo Llorente Le dije que
regresaría...
Felipe Montero ¿Quién?
Consuelo Llorente Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
Felipe Montero Buenas tardes
Narrador:
La joven inclinará la cabeza y la anciana, al mismo
tiempo que ella, remedara el gesto.
Consuelo Llorente Es el señor
Montero. Va a vivir con nosotras
Narrador: Te
moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha
mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre
los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al fin,
podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma
verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es
cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos
verdes que has conocidos o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos
ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola tú
puedes adivinar y desear.
Felipe Montero Sí.
Voy a vivir con ustedes
Narrador : La anciana con su timbre agudo y dirá que
le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrara tu recamara, mientras tú
piensas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable
porque a ti te gustan estas tareas meticulosas de investigación, que excluyen
el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables
y molestos con otras personas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la
joven te das cuenta de que no la sigues con la vista, sino
con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido de una tafeta— y estas
ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes detrás del ruido, en medio
de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las tinieblas: recuerdas que deben ser
cerca de las seis de la tarde y te sorprende la inundación de luz de tu
recamara, cuando la mano de Aura empuje la puerta
Aura:
aquí
es su cuarto. Lo esperamos a cenar dentro de una hora.
Narrador:
Consultas el reloj, después de fumar dos cigarrillos,
recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te pasas el peine por el
cabello. Empujas la puerta yftratas de recordar el camino que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del
quinqué te guié: es imposible, porque los resortes la ll
cierran. Avanzas con cautela, como un ciego, con los brazos
extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente, aprieta
el contacto de la luz g
eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centre iluminado de ese
largo pasillo desnudo. Al fondo, el c pasamanos y la
escalera de caracol.
Aura:
¿Se
encuentra cómodo?
Felipe Montero Sí. Pero
necesito recoger mis cosas en la casa donde...
Aura: No es necesario.
El criado ya fue a buscarlas.
Felipe Montero No se hubiera
molestado.
Felipe Montero Perdón,
Esperamos a alguien más?
Aura:
No.
La señora Consuelo se siente débil esta noche. No nos acompañara
Felipe Montero ¿La señora
Consuelo? ¿Su tía?
Aura:
Si. Le ruega que pase a verla
después de la cena.
Narrador: Comen
en silencio. Beben ese vino particularmente espeso, y tu desvías una y otra vez
la mirada para que Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no
puedes controlar. Quieres, aún entonces, fijar las facciones de la muchacha en
tu mente. Cada vez que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia
impostergable te obligara a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la
mirada baja y tú, al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras
ese llavín, recuerdas.
Felipe Montero ¡Ah! Divide
que un cajón de mi mesa está cerrado con llave. Allí tengo mis documentos.
Aura: Entonces. . .
¿quiere usted salir?
Felipe Montero No
urge.
Narrador: Tienes,
el valor de acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la
prenda, sobre esa palma lisa.
Aura:
Gracias. .
Narrador: Has aprendido el camino.
Tomas el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente
a ti, es la de la anciana. Tocas con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocas
otra vez. Empujas la puerta: ella te espera.
Felipe Montero Señora. . . Señora... La señorita Aura me dijo. . .
Consuelo Llorente Si, exactamente. No quiero que perdamos tiempo. Debe . .. debe
empezar a trabajar cuanto antes . .. Gracias ...
Felipe Montero Trate usted de descansar.
Consuelo Llorente Gracias . ..
Tome ...
Narrador: La vieja se llevará las manos al cuello, lo desabotonara,
bajara la cabeza para quitarse ese listón morado, luido, que ahora te entrega:
pesado, porque una llave de cobre cuelga de la cinta.
Consuelo Llorente En aquel rincón . . . Abra ese baúl y traiga los papeles que están
a la derecha, encima de los de-mas . . . amarrados con un cordón amarillo ...
Felipe Montero No veo muy
bien . . .
Consuelo Llorente Ah, si ... Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi
derecha. . . Camine y tropezara con el arcón. . . Es que nos amurallaron, señor
Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han
querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa está llena de recuerdos
para nosotras. Solo muerta me sacaran de aquí. .. Eso es. Gracias. Puede usted
empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas noches, señor
Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado.
Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confió en
usted.
Felipe Montero Señora. . .
Hay un nido de ratones en aquel rincón. . .
Consuelo Llorente ¿Ratones? Es
que yo nunca voy hasta allá ..
Felipe Montero Debería Usted
traer a los gatos aquí
Consuelo Llorente ¿Gatos?
¿Cuáles gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada
Felipe Montero Buenas
noches.
Narrador: Lees esa misma noche los papeles amarillos, escritos con
una tinta color mostaza; a veces, horadados por el descuido de una ceniza de
tabaco, manchados por moscas. El francés del general Llorente no goza de las
excelencias que su mujer le habrá atribuido. Te dices que tú puedes mejorar
considerablemente el estilo, apretar esa narración difusa de los hechos
pasados: la infancia en una hacienda oaxaqueña del siglo XIX, los estudios
militares en Francia, la amistad con el Duque de Morny, con el círculo íntimo de
Napoleón III, el regreso a México en el estado mayor de Maximiliano, las
ceremonias y veladas del Imperio, las batallas, el derrumbe, el Cerro de las
Campanas, el exilio en Paris. Nada que no hayan contado otros. Te desnudas
pensando en el capricho deformado de la anciana, en el falso valor que atribuye
a estas memorias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cuatro mil pesos.
Felipe Montero Buenas
noches.
Consuelo Llorente Buenos días,
señor Montero. ¿Durmió bien?
Felipe Montero Sí. Leí hasta
tarde.
Consuelo Llorente No, no, no. No me adelante su opinión. Trabaje sobre esos papeles
y cuando termine le pasare los demás.
Felipe Montero Esta bien,
señora. ¿Podría visitar el jardín?
Consuelo Llorente ¿Cual jardín,
señor Montero?
Felipe Montero El que está
detrás de mi cuarto.
Consuelo Llorente En esta casa
no hay jardín. Perdimos el jardín cuando construyeron alrededor de la casa.
Felipe Montero Pensé que
podría trabajar mejor al aire libre.
Consuelo Llorente En esta casa
solo hay ese patio oscuro por donde entró usted. Allí mi sobrina cultiva
algunas plantas de sombra. Pero eso es todo.
Felipe Montero Esta bien,
señora.
Consuelo Llorente Deseo
descansar todo el día. Pase a verme esta noche.
Felipe Montero Esta bien,
señora.
Narrador: Revisas todo
el día los papeles, pasando en limpio los párrafos que piensas retener, redactando de
nuevo los que te parecen débiles, fumando cigarrillo tras cigarrillo y reflexionando que debes espaciar
tu trabajo para que j
la canonjía se prolongue
lo más posible. Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos, podrías pasar
cerca de un año dedicado a tu propia obra, aplazada, casi olvidada.
El tiempo corre y solo al
escuchar de nuevo la campana consultas tu reloj, te pones el saco y bajas 2al comedor.
Aura ya estará sentada; esta vez la
cabecera la ocupara la señora Llorente, envuelta en su chal y su camisón,
tocada con su cofia, agachada sobre el plato. Pero el cuarto cubierto también
está puesto. Lo notas de pasada; ya no te preocupa. Si el precio de tu futura
libertad creadora es aceptar todas las manías de esta anciana, puedes pagarlo
sin dificultad. Tratas, mientras la ves sorber la sopa, de calcular su edad.
Hay un momento en el cual ya no es posible distinguir el paso de los años: la
señora Consuelo, desde hace tiempo, paso esa frontera. El general no la
menciona en lo que llevas leído de las memorias, Pero si el general tenia
cuarenta y dos años en el momento de la invasión francesa y murió en 1901,
cuarenta años más tarde, habría muerto de ochenta y dos años. Se habría casado
con la señora Consuelo después de la derrota de Querétaro y el exilio, pero
ella habría sido una niña entonces.Las fechas se te
confundirán, porque ya la señora está hablando, con ese murmullo agudo, leve,
ese chirreo de pájaro; le está hablando a Aura.Permanecen varios minutos en
silencio: tu terminando de comer, ellas inmóviles como estatuas, mirándote
comer
Consuelo Llorente Me he
fatigado. No debería comer en la mesa. Ven, Aura, acompáñame a la recamara.
Consuelo Llorente ¿Trae
usted la llave?
Felipe
Montero Si...
Creo que si. Si, aquí esta.
Consuelo Llorente Puede leer el segundo folio. En el mismo lugar, con la cinta azul.
Consuelo Llorente ¿No le
gustan los animales?
Felipe Montero No.
No particularmente. Quizás porque nunca he tenido uno.
Consuelo Llorente Son
buenos amigos, buenos compañeros. Sobre todo cuando llegan la vejez y la
soledad.
Felipe Montero Sí.
Así debe ser.
Consuelo Llorente Son seres
naturales, señor Montero. Seres sin tentaciones.
Felipe Montero ¿Cómo dijo
que se llamaba?
Consuelo Llorente ¿La coneja?
Saga. Sabia. Sigue sus instintos. Es natural y libre
Felipe Montero Creí que era
conejo.
Consuelo Llorente Ah, usted no
sabe distinguir todavía.
Felipe Montero Bueno, lo
importante es que no se sienta usted sola.
Consuelo Llorente Quieren que
estemos solas, señor Montero, porque dicen que la soledad es necesaria para
alcanzar la santidad. Se han olvidado de que en la soledad la tentación es más
grande.
Felipe Montero No la
entiendo, señora.
Consuelo Llorente Ah, mejor,
mejor. Puede usted seguir trabajando.
Narrador: Le
das la espalda. Caminas hacia la puerta. Sales de la recamara. En el vestíbulo,
aprietas los dientes. ¿Por qué no tienes el valor de decirle que amas a la
joven? ¿Por qué no entras y le dices, de una vez, que piensas llevarte a Aura
contigo cuando termines el trabajo? Avanzas de nuevo hacia la puerta; la
empujas, dudando aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de pie,
erguida, transformada, con esa túnica entre los brazos: esa túnica azul con
botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa
túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre
los hombros para girar en un paso de danza tambaleante. Cierras la puerta. Si:
tenia quince años cuando la conocí —lees en el segundo folio de las memorias,
los ojos verdes de Consuelo, que tenía quince años en 1867, cuando el general
Llorente caso con ella y la llevo a vivir a Paris, describió la casa en la que
vivieron, los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Segundo Imperio;
sin gran relieve, ciertamente Un día la encontró, abierta de piernas, con la
crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la
atención porque le pareció que tu faisais e incluso lo excito el hecho, de
manera que esa noche la amo, si le das crédito a tu lectura, con una pasión
hiperbólica.
Habrás calculado: la señora Consuelo tendrá hoy ciento
nueve años.. . Cierras el folio. Cuarenta y nueve al morir su esposo Siempre
vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años, sabes al cerrar
de nuevo el folio que por eso vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión
de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura, encerrada como un
espejo, como un icono más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones
preservados, demonios y santos imaginados.
Arrojas los papeles a un lado
y desciendes, sospechando el único lugar donde Aura podrá estar en las mañanas:
el lugar que le habrá asignado esta vieja avara.
La encuentras en la cocina,
si, en el momento en que degüella un macho cabrío: el vapor que surge del
cuello abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del
animal te dan nauseas: detrás de esa imagen, se pierde la de una Aura mal
vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte,
que continúa su labor de carnicero.
Le das la espalda: esta vez,
hablaras con la anciana, le echaras en cara su codicia, su tiranía abominable.
Abres de un empujón la puerta y la ves, detrás del velo de luces, de pie,
cumpliendo su oficio de aire: la ves con las manos en movimiento, extendidas en
el aire: una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para
detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra
vez en el mismo lugar. En seguida, la vieja se restregara las manos contra el
pecho, suspirara, volverá a cortar en el aire, como si —si,
Corres al vestíbulo, la sala,
el comedor, la cocina donde Aura despelleja al chivo lentamente, absorta en su
trabajo, sin escuchar tu entrada ni tus palabras, mirándote como si fueras de
aire.
Subes lentamente a tu
recamara, entras, te arrojas contra la puerta como si temieras que alguien te
siguiera: jadeante, sudoroso, presa de la impotencia de tu espina helada, de tu
certeza: si algo o alguien entrara, no podrías resistir, te alejarías de la
puerta, lo dejarías hacer. Tomas febrilmente la butaca, la colocas contra esa
puerta sin cerradura, empujas la cama hacia la puerta, hasta atrancarla, y te
arrojas exhausto sobre ella, exhausto y Abilio, con los ojos cerrados y los
brazos apretados alrededor de tu almohada: tu almohada que no es tuya; nada es
tuyo. ..
Caes en ese sopor, caes hasta el fondo
de ese sueño que es tu única salida, tu única negativa a la locura. "Está
loca, está loca", te repites para adormecerte, repitiendo con las palabras
la imagen de la anciana.Escuchas el golpe sobre la puerta, la campana detrás
del golpe, la campana de la cena. El dolor de cabeza te impide leer los
números, la posición de las manecillas del reloj; sabes que es tarde: frente a
tu cabeza recostada, pasan las nubes de la noche detrás del tragaluz. Te
incorporas penosamente, aturdido, hambriento. Colocas el garrafón de vidrio
bajo el grifo de la tina, esperas a que el agua corra, llene el garrafón que tu
retiras y vacías en el aguamanil donde te lavas la cara, los dientes con tu
brocha vieja embarrada de pasta verdosa, te rocías el pelo —sin advertir que
debías haber hecho todo esto a la inversa—, te peinas cuidadosamente frente al
espejo ovalado del armario de nogal, anudas la corbata, te pones el saco y
desciendes a un comedor vacío, donde solo ha sido colocado un cubierto: el
tuyo. Comes mecánicamente, con la muñeca en la mano izquierda y el tenedor en
la otra, sin darte cuenta, al principio, de tu propia actitud hipnótica,
entreviendo, después, una razón en tu siesta opresiva, en tu pesadilla,
identificando, al fin, tus movimientos de sonámbulo con los de Aura, con los de
la anciana: mirando con asco esa muñequita horrorosa que tus dedos acarician,
en la que empiezas a sospechar una enfermedad secreta, un contagio. La dejas
caer al suelo. Te limpias los labios con la servilleta. Consultas tu reloj y recuerdas
que Aura te ha citado en su recamara. Te acercas cautelosamente a la puerta de
doña Consuelo y no escuchas un solo ruido. Consultas de nuevo tu reloj: apenas
son las nueve. Decides bajar, a tientas, a ese patio techado, sin luz, que no
has vuelto a visitar desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu llegada a
esta casa. Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por donde asoman, al
avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer, repetirás al
tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la muchacha de ayer —cuando
toques sus dedos, su talle— no podía tener más de veinte años; la mujer de hoy
—y acaricies su pelo negro, suelto, su mejilla pálida— parece de cuarenta: algo
se ha endurecido, entre ayer y hoy, alrededor de los ojos verdes; el rojo de
los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua, como si quisiera fijarse
en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de
esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. No tienes tiempo
de pensar más.
Aura:
Siéntate
en la cama, Felipe. Vamos a jugar. Tú no hagas nada. Déjame hacerlo todo a mí.
Narrador: Tu
sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava
con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se
aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de
violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese
vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo
lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus
manos, que te desabotonan la camisa, te acarician el pecho, buscan tu espalda,
se clavan en ella. También tu murmuras esa canción sin letra, esa melodía que
surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez más cerca del lecho;
tu sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de
Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos
de Aura.
Tienes
la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese
objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia
ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las
migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú
tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes
sobre el cuerpo.
Aura:
¿Me
querrás siempre?
Felipe Montero Siempre,
Aura, te amare para siempre.
Aura:
¿Siempre?
¿Me lo juras?
Felipe Montero Te lo juro.
Aura:
¿Aunque
envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco?
Felipe Montero Siempre, mi
amor, siempre.
Aura:
¿Aunque
muera, Felipe? ¿Me amaras siempre, aunque muera?
Felipe Montero Siempre, siempre. Te lo
juro. Nadie puede separarme de ti.
Aura:
Ven,
Felipe, ven...
Narrador: Buscas,
al despertar, la espalda de Aura y solo tocas esa almohada, caliente aún, y las
sábanas blancas que te
Murmuras de nuevo su nombre.
Abres
los ojos: la ves sonriendo, de pie, al pie de la cama, pero sin mirarte a ti.
La ves caminar lentamente hacia ese rincón de la recamara, sentarse en el
suelo, colocar los brazos sobre las rodillas negras que emergen de la oscuridad
que tu tratas de penetrar, acariciar la mano arrugada que se adelanta del fondo
de la oscuridad cada vez más clara: a los pies de la anciana señora Consuelo,
que está sentada en ese sillón que tu notas por primera vez: la señora Consuelo
que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al
mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen. Recostado, sin
voluntad, piensas que la vieja ha estado todo el tiempo en la recamara;
recuerdas sus movimientos, su voz, su danza, por más que te digas que no ha
estado allí.
Las dos se levantaran a un tiempo,
Consuelo de la silla, Aura del piso. Las dos te darán la espalda, caminaran
pausadamente hacia la puerta que comunica con la recamara de la anciana,
pasaran juntas al cuarto donde tiemblan las luces colocadas frente a las
imágenes, cerraran la puerta detrás de ellas, te dejaran dormir en la cama de
Aura.
Duermes cansado,
insatisfecho, ya en el sueño sentiste esa vaga melancolía, esa opresión en el
diafragma, esa tristeza que no se deja apresar por tu imaginación. Dueño de la
recamara de Aura, duermes en la soledad, lejos del cuerpo que creerás haber
poseído.
Al despertar, buscas otra
presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la que te inquieta, sino la
doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada. Te llevas las manos
a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en desarreglo: esa tristeza
vencida te insinúa, en voz baja, en el recuerdo inasible de la prevención, que
buscas tu otra mitad, que la concepción estéril de la noche pasada engendro tu
propio doble.
Recordaras a la vieja y a la joven que te sonrieron,
abrazadas, antes de salir juntas, abrazadas: te repites que siempre, cuando
están juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan,
entran, salen, al mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de la
voluntad de una dependiese la existencia de la otra.
Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea
a lo largo del corredor, advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con
el pecho desnudo, a la puerta: al abrirla, encuentras a Aura: será Aura, porque
viste la tafeta verde de siempre, aunque un velo verdoso oculte sus facciones.
Tomas con la mano la muñeca de la mujer, esa muñeca delgada, que tiembla...
Felipe Montero Aura. Basta
ya de engaños
Aura:
¿Engaños?
Felipe Montero Dime si la
señora Consuelo te impide salir, hacer tu vida; ¿por qué ha de estar presente
cuando tú y yo?; dime que te iras conmigo en cuanto. . .
Aura:
¿Irnos?
¿A dónde?
Felipe Montero Afuera, al
mundo. A vivir juntos. No puedes sentirte encadenada para siempre a tu tía...
¿Por qué esa devoción? ¿Tanto la quieres?
Aura:
Quererla.
. .
Felipe Montero Si ¿por qué
te has de sacrificar así?
Aura:
¿Quererla? Ella me quiere a mí.
Ella se sacrifica por mí.
Felipe Montero Pero es una
mujer vieja, casi un cadáver; tú no puedes...
Aura:
Ella
tiene más vida que yo. Sí, es vieja, es repulsiva.. . Felipe, no quiero
volver... no quiero ser como ella. . . otra...
Felipe Montero Trata
de enterrarte en vida. Tienes que renacer, Aura. ..
Aura:
Hay que morir antes de
renacer. No. No entiendes. Olvida, Felipe tenme confianza.
Felipe Montero Si me
explicaras...
Aura:
Tenme
confianza. Ella va a salir hoy todo el día...
Felipe Montero ¿ella?
Aura:
Sí,
la otra
Felipe Montero ¿Va a salir?
Pero si nunca.
Aura:
Si,
a veces sale. Hace un gran esfuerzo y sale. Hoy va a salir. Todo el día... Tu y
yo podemos...
Felipe Montero ¿irnos?
Aura: si quieres
Felipe Montero No, quizás
todavía no. Estoy contratado para un trabajo. Cuando termine el trabajo,
entonces sí...
Aura: Ah, sí. Ella va a salir todo el día. Podemos hacer algo...
Felipe Montero ¿Qué?
Aura:
Te
espero esta noche en la recamara de mi tía. Te espero como siempre.
Consuelo Llorente Hoy no estaré
en la casa, señor Montero. Confío en su trabajo. Adelante usted. Las memorias
de mi esposo deben ser publicadas.
Narrador: Las
hojas amarillas se quiebran bajo tu tacto; ya no las respetas, ya solo buscas
la nueva aparición de la mujer de ojos verdes: "Se porque lloras a veces,
Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias la vida. . ." Y
después: "Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ,;No te basta
mi cariño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad, porque ello sería
ofenderte. Te pido, tan solo, que veas en ese gran amor que dices tenerme algo
suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de recurrir a la
imaginación enfermiza,” Y en otra página: "Le advertí a Consuelo que esos
brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas en
el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizaran en el cuerpo,
pero si en el alma..." Más tarde: "La encontré delirante, abrazada a
la almohada. Gritaba: 'Si, si, sí, he podido: la he encarnado; puedo
convocarla, puedo darle vida con mi vida'. Tuve que llamar al médico, Me dijo
que no podría calmarla, precisamente porque ella estaba bajo el efecto de
narcóticos, no de excitantes. . ." Y al fin: "Hoy la descubrí, en la
madrugada, caminando sola y descalza a lo largo de los pasillos. Quise
detenerla.Pasó sin mirarme pero sus palabras iban dirigidas a mí. 'No me
detengas —dijo—; voy hacia mi juventud, mi juventud viene hacia mí. Entra ya, está
en el jardín, ya llega’. . . Consuelo, pobre Consuelo. . . Consuelo, también el
demonio fue un ángel, antes”. No había más. Allí terminan las memorias del
general Llorente.
Y detrás de la última hoja, los retratos. El retrato
de ese caballero anciano, vestido de militar: la vieja fotografía con las
letras en una esquina: Moulin, Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha
1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes. Tu ya no esperaras.
Ya no consultaras tu reloj. Descenderás rápidamente los peldaños que te alejan
de esa celda donde habrán quedado regados los viejos papeles, los daguerrotipos
desteñidos; descenderás al pasillo, te detendrás frente a la puerta de la
señora Consuelo, escucharas tu propia voz, sorda, transformada después de
tantas horas de silencio.
Felipe Montero Aura...
Aura:
No…
no me toques… acuéstate a mi lado
Felipe Montero Ella puede
regresar en cualquier momento…
Aura:
Ella
ya no regresara
Felipe Montero ¿Nunca?
Aura:
Estoy
agotada. Ella ya se agotó. Nunca he podido mantenerla a mi lado más de tres
días.
Felipe Montero Aura…
Aura:
No... No me toques. . .
Felipe Montero Aura. . . te
amo
Aura:
Si,
me amas. Me amaras siempre, dijiste ayer. ..
Felipe Montero Te amare
siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo.
Aura:
Bésame
el rostro; solo el rostro.
Narrador: Acercaras
tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciaras otra vez el pelo
largo de Aura: tomaras violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin
escuchar su queja aguda; le arrancaras la bata de tafeta, la abrazaras, la
sentirás desnuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de
su resistencia gemida, de su llanto impotente, besaras la piel del rostro sin
pensar, sin distinguir: tocaras esos senos flácidos cuando la luz penetre
suavemente y te sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del
muro por donde comienza a entrar la luz de luna, ese resquicio abierto por los
ratones, ese ojo de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el
pelo blanco de Aura, sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla,
pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida: apartaras tus labios de los
labios sin carne que has estado besando, de las encías sin dientes que se abren
ante ti: veras bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la
señora Consuelo, flojo, rasgado, pequeño y antiguo, temblando ligeramente
porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has regresado también...
Aura:
Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y
la haré regresar.
BRENDA
KARINA FAJARDO ACUÑA